Todos los años lo mismo. Agosto, calor del carajo. Tiempo de hacer lo que uno quiera. Es la segunda quincena, la ciudad se engalana de fiesta. Volveremos de nuevo a los goterones como puños entre personajes anónimos. Recobraremos las prisas con una miajita de estres por llegar a una barra metálica de quita y pon, llena de bollos por culpa de anteriores celebraciones y juergas varias. E incluso reviviremos la lucha con uñas y dientes por una ración de arqueado y sudoroso queso manchego de dudosa calidad o por una tortilla de patatas sin volumen, sin patatas, casi sin huevos y eso sí, con exceso de sal, para que no te olvides que tienes que beber. Todo ello unido por un aceite vegetal inexpresivo en la cantidad justa para que no se pegue la delicatessen. Vamos, esa tortilla que la haces en casa y estás pidiendo perdón a los comensales toda la noche, intentando volcar la situación a tu favor a base de ser expléndido con el alcohol, si son invitados, y comiendo curruscos de pan entre sonrisas malévolas si estás en familia.
Es verdad, es la tercera semana de agosto. Es la feria de Málaga. Toca vestirse de faralaes o de corto, según sexo. Toca estar en la calle a todas horas sin necesidad ni ganas. Hay que escuchar verdiales con un sonrisa de oreja a oreja y defenderla con la vida si algún ajeno a la idiosincrasia malagueña osa mofarse de las estridencias y salidas de tono de los violines desafinados con acompañamiento de minúsculos platillos. Toca mezclarlo con las nuevas tendencias musicales del momento y los desvarios de las nuevas generaciones,que envueltos en un fino halo de inseguridad adolescente, con avaricia, intentan recuperar las vivencias no disfrutadas en años anteriores. Todo eso toca. Todo eso, y además uno de los mejores inventos realizados por esta sociedad: El Rebujito. Mezcla aleatoria (los científicos no se aclaran con las cantidades) de vino Fino y Seven Up. En estado de escarcha con ambiente casi monzónico-ferial, por la mezcla de calor y humedad, es un menjunge que entra en el cuerpo incluso sin pedírselo. Además nunca es suficiente, porque ni siquiera embucha.
Todo eso me esperaba. Y digo bien, me esperaba. Porque mi vida dió un giro inesperado en solo unas horas. Tenía que cambiar de rumbo y dirigirme al interior. Ya no tendría lo de siempre, en el orden de siempre y con las apreturas de siempre. Moooolaaaaaaa.
Cual chiguagua en estado de felicidad, iba pegando saltitos alrededor de mi pareja preguntando a dónde íbamos. La historia me depararía una sorpresita. Un cachonda sorpresita.
Todo consistía en asistir a una de esas presencias políticas en las que hay que estar sí o sí. Son esos momentos importantes para otras personas en las que tú no sientes nada. Perdón, si sientes algo. Te sientes un bicho raro, desplazado. Pero uno se hace mayor y acepta con delicadeza y elegancia, razonamientos que en otros tiempos se hubiera optado por una contundente y devastadora respuesta al límite de lo hiriente, solución ésta que además evita posteriores entuertos no deseados.
Como decía, son esos momentos importantes, en los que cuando los tiene uno en primera persona, los demás no sienten la misma necesidad ni obligación, porque simplemente tus gustos o tendencias son de un estravagante que no entran dentro de los cánones como admisibles, y por tanto, debes disfrutarlo sólo porque eres distinto.
El caso es que incluso hasta de buen grado se acepta. Es más, para ser sincero, casi se provoca en un alarde de socialización. Pero, es que una vez realizado el corto trayecto de traslado, se encuentra uno embebido en mitad de una de las situaciones más esperpénticas jamás vividas y creo que por vivir. Resulta que el evento de vital trascendencia era el quincuagésimo aniversario de la Hermandad de Jesús Nazareno. Tamaña oportunidad sólo se puede celebrar sacando al Cristo por todo el pueblo. Es pleno verano, es plena feria de mi ciudad. Debe tratarse de un espejismo, pero… me encuentro siguiendo por esquinas y viales un paso que está en la calle. Es una Semana Santa en agosto, con sus saetas, sus cirios, sus inciensos, cruces de penitencia y sus mujeres en mantilla. Las que no lo están, se mirán entre ellas de reojo mientras se sacan faltas por lo inadecuado del atuendo o la puritita envidia que las corroe.
Todo tiene su lado bueno, y ver a la gente sudar como pollos bajo trajes de terciopelo, mantillas negras insufribles clavadas como con odio, llevadas con dignidad, poca pero dignidad, durante las seis horas de procesión, un recorrido digno del excalestrix por la de vueltas y recovecos aprobados para sacarle partido a un pueblo con pocas variantes y calles de tronío, y sobre todo, las caras de los nuevos extranjeros residentes en la villa gracias a los precios asequibles para cualquiera que venga de una latitud superior a la de los Pirineos. Esos ojos saltones, atónitos, desconcertados hasta el extremo por la situación. Eso sí que no está pagado con nada.
El caso es que todo lo que empieza acaba. Así que, ya estamos de vuelta. Con ganas de volver a la normalidad. Es Agosto, calor del carajo, y es la feria de mi tierra. Que alguien saque de entre las barras de hielo, las botellas de fino y sieteup y bebamos ese rebujito que se abría paso sin permiso. Que no hay nada como la cotidianeidad normalizada, para que la vida te demuestre que la realidad siempre supera la ficción.
Y sin esfuerzo, oiga.
Espejismos entre realidad por los calores de verano
Comentarios
Una respuesta a «Espejismos entre realidad por los calores de verano»
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Tiene usted el cielo ganado, Mr. Chicken. U otra cosa, por defecto…
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